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    La Revolución Industrial del siglo XVIII rompió el esquema que hemos intentado describir y aportó varias novedades: el uso de nuevas fuentes de energía (las caídas de agua, el vapor, la combustión interna, la electricidad), el desarrollo de nuevas máquinas y herramientas de mucha mayor complejidad que las sencillas herramientas manuales de los artesanos: y sobre todo una nueva organización del trabajo; la fragmentación del largo ciclo artesanal en pequeñas operaciones repetitivas, que no requerían mayor entrenamiento ni capacitación y que alejaban al operario individual del producto terminado.
    Al parecer, se resolvió así el problema de la cantidad a producir, pero esto planteó un serio problema de calidad: asegurar el correcto cumplimiento de las especificaciones técnicas y satisfacer los requerimientos de los clientes.
    Este segundo aspecto no fue atendido: más bien eran los clientes quienes se adaptaban a las características de los productos. "Yo le pinto el auto del color que quiera...siempre que lo quiera negro..." solía bromear Henry Ford al respecto
    El primer aspecto - el cumplimiento de las especificaciones técnicas - si fue atendido, por medio de dos figuras que hicieron su aparición en este nuevo modo de producción: el capataz, encargado del encuadramiento disciplinario del grupo de trabajo y del control cuantitativo de su producción, y el inspector, encargado del control cualitativo de la misma.
    Un capataz era una persona con especiales dones de mando (sobre todo una buena capacidad de hacerse temer) y el inspector era una persona con cierta formación técnica, capaz de verificar el cumplimiento de las especificaciones de los productos y en su caso, indicar que hacer con los productos fuera de norma: retrabajarios, desecharlos, etc.
    Aquí se manifiesta una de las principales fuentes de ineficiencia de este sistema, porque los productos rechazados por el inspector debían ser convertidos en rezagos, con lo que se perdía el valor total de la pieza; o retrabajados. o sea que había que agregar costos extra para volverlos aprovechables: o reclasificados como de calidad inferior, con lo que se perdía parte del precio de venta.
    Esa ineficiencia del sistema se fue poniendo cada vez más en evidencia a medida que la industria fue encarando proyectos de más alto nivel de sofisticación técnica, como autos, relojes, conmutadores telefónicos, etc.; o fue enfrentando condiciones más duras de competencia. El costo del control y la inspección, las horas de trabajo perdidas, los materiales desperdiciados, los trámites burocráticos de descarte, etc.. era verdaderamente muy grande y, para colmo, tampoco se lograba asegurar plenamente que nunca algo fallado llegaría a manos del cliente final, del comprador, situación está en la que el costo (o sea, las posibles consecuencias económicas para la empresa) se volvía francamente impredecible y ciertamente muy alto.
    Fue justamente en uno de esos sectores de punto de la industria - la fabricación de conmutadores telefónicos - donde se planteó por primera vez, en los años 30', una propuesta alternativa al clásico esquema de operarlos poco o nada calificados, realizando tareas repetitivas y rutinarias, bajo el mando de capataces autoritarios, con la supervisión técnica de inspectores "al final de los procesos", situación que caracterizó a la organización industrial de! taylorismo clásico.